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Barcelona, Ediciones del Cotal
...Hebdómeros fue a acostarse y no despertó al día
siguiente hasta muy tarde. Aun despierto no podía decidirse a
levantarse; entonces permaneció unas cuantas horas más en su cama
meditando y por fin se decidió a mirar qué hora era en el reloj que
siempre dejaba sobre una silla, junto a su cama; eran las cinco de la
tarde. La hora, pensó Hebdómeros, que en los doce meses del año
corresponde a septiembre. Entonces comprendió que hubiera sido lógico
por su parte de cerrar, al concluir ese mismo día, su ciclo metafísico.
Prefería el orden y la lógica a la armonía; desde el momento en que el
azar (u otra cosa) le había llevado a consultar su reloj justo en el
minuto en que las agujas marcaban la hora correspondiente al mes de
septiembre, más valía aprovechar ese afortunado azar y no buscar, como
se suele decir, tres pies al gato. Comprendió que lo que esperaba, no
era la felicidad, tal como suponen en general los hombres; no se trataba
en absoluto de sentir ese frío en el estómago, esa sensación de
malestar e inquietud, esa imposibilidad de quedarse tranquilamente
sentado en su sitio, ese afán de locuacidad y expansión, ese deseo de
contar, incluso al primero que llegara, el acontecimiento que nos turba,
esa especie de abandono y endeblez inconmensurables, en fin, todos esos
síntomas que se dejan notar cuando una felicidad repentina nos
sorprende en el monótono desarrollo de la vida. Hebdómeros, igual que
todo el mundo, había pasado por momentos similares, no muy violentos, no
hasta el punto de morirse de gozo, como el perro de Ulises, o de
volverse loco, como el pintor Frank Shysko, que sufrió un ataque de
demencia el día que supo que había ganado un millón en una lotería,
pero, de todos modos, bastante importante y significativos. No obstante
sintió, y rara vez le engañaba el sentimiento, sintió que, esta vez, no
se trataba tanto de felicidad como de seguridad; le iba a invadir un
sentimiento de seguridad y se dispuso a recibirlo dignamente, con
recogimiento, de la misma manera que el creyente se dispone a recibir en
su bajo forma de hostia o de lo que sea, al Dios en quien cree.
Hebdómeros abrió la ventana de su habitación pero evitó respirar a fondo
el aire de fuera, y tampoco quiso poner cara de preso liberado, de
enfermo que se siente mejor, etc...; además, no tenía motivo para
hacerlo, y la naturaleza, o mejor dicho los propios elementos le
ayudaron a evitar esas actitudes comprometedoras para un hombre serio
como él, de modo que, con relación a las actitudes, podía jactarse a
medias de ser un pícaro en el sentido metafísico de la palabra. En
efecto, el aire de fuera no era ni más puro, ni más fresco, que el aire
de su habitación; eso no significaba que aquel aire de fuera se le
parecía totalmente, como una gota de agua se parece a otra gota de agua,
su hermana. Ni una racha; un equilibrio absoluto; en ese sitio, las
casas de la ciudad aparecían diseminadas aunque bastantes cercanas unas
de otras; era día semifestivo y en cada persona se habían introducido
las esperanzas de un semidios. Ahora había varios semidioses vestidos
como todo el mundo, paseándose por las aceras y esperando en los cruces
de las calles a que pasaran los coches. Si la quinta hora de la tarde es
la que se encuentra entre el atardecer y la segunda parte del día, el
mes de septiembre es el que se encuentra entre dos estaciones: verano y
otoño. Eso corresponde, en un enfermo, al momento que precede a la
convalecencia y que, naturalmente, es al mismo tiempo el que marca el
final de la enfermedad propiamente dicho. En efecto, el verano, es la
enfermedad, es la fiebre y el delirio y los sudores externos, los tedios
sin fin. El otoño es la convalecencia antes de que empiece la vida (el invierno).
-Sí -pensaba Hebdómeros-, es algo que parece
extraño, algo que me obliga a discutir con mis semejantes. A riesgo de
pasar por un desequilibrado y de sentir luego a mis espaldas las burlas
de los lógicos , de los que creen poseer las claves de las
causas y los efectos, y la tabla de valores para cada cosa en este bajo
mundo. Y sin embargo, estoy seguro de que la cosa no va así; esas malas
costumbres, esos falso movimientos que la humanidad, de su infancia
acostumbra a hacer, es lo que ha falseado el camino de la verdad o lo
que, mejor dicho, ocultándolo, rodeándolo de niebla y vaho, lo empaño,
le confirió el color de los objetos que lo circundan en la tierra, de
modo que se confunde con el ambiente hasta el punto de que el hombre
distraído pasa por su lado sin reconocerlo, junto a la codorniz inmóvil
sin advertir su presencia porque el color de su plumaje se confunde con
el del terreno en que se halla.
Hebdómeros, esta vez, sabía al menos a qué
atenerse y pensaba con razón que si, en otras ocasiones, había temido la
felicidad y, ante su constante amenaza, había, en señal de exorcismo,
rotó unos cántaros, esta vez sus temores eran absolutamente inadecuados y
completamente injustificados; no le gustaba hacer cosas inútiles a
menos que no se tratara de lo que él llamaba la inutilidad necesaria ,
aunque en este caso ya no se hubiera tratado de una inutilidad. Sus
teorías sobre la vida variaban según su bagaje de experiencias,. ¿Qué
conclusión podía sacar, en tal caso, sino que el secreto de la
felicidad, ese inestimable secreto que la mayoría de filósofos se agotan
en buscar teóricamente y que la inmensa mayoría de hombres se esfuerza
prácticamente en descubrir, consistiría en no admirar nada, en no amar
ninguna cosa? ¿Escepticismo, entonces? No, pues lo que sus adversarios,
en momentos particularmente delicados o graves, estaban dispuestos a
creer, solo era cierto a medias, ¡y aún! Que se jactara, no cabe duda,
pero ¿acaso jactarse no suele ser algo necesario y hasta indispensable?
¿Y no es mejor jactarse, aun a riesgo de irritar a nuestros
contemporáneos, que hacer como aquel célebre cortesano cuya memoria al
final se resintió de manera enojosa por la práctica demasiado prolongada
de su profesión de cortesano? Lo que sí era seguro, demostrado por
Hebdómeros cada vez que se presentaba la ocasión, es que era
infinitamente menos riguroso en la aplicación de su regla de conducta
cuando se trataba de su propia personalidad. De hecho, hubiese sido algo
verdaderamente muy original declararse superior a los demás sin serlo
primero con respecto a sí mismo. De todos modos y a pesar de ese gran
deseo de justicia que siempre había predominado en cada uno de sus
actos, no envidiaba para nada a los que lograban jugar ese doble juego.
Más bien hubiese intentado decir que los enemigos son necesarios. Sin
ellos, la existencia amenazaría con volverse bastante insípida y de una
monotonía exasperante; pensaba que los enemigos tienen su función
importante en la organización de la vida social y en las manifestaciones
de la vida humana, similares en eso a ciertos animales más o menos
desagradables, a menudo incluso bastante repugnantes, y cuya utilidad no
se manifestaba al primer instante, aunque sin embargo tienen un sitio
destinado con toda justicia en el plan de la creación. Y además, ¿cabe
concebir así a sangre fría una existencia en donde no hubiera elección
más que entre no admirar nada, no ilusionarse incluso por nada, o
guardar celosamente para sí las ilusiones y admiraciones propias? Eso
explica que Hebdómeros dejara de seguir defendiendo ante sus
contemporáneos, sin hacer excepción de sus amigos más próximos ni
siquiera de sus más fervientes admiradores, las circunstancias
atenuantes, y no se esforzó en buscar otros rodeos para reivindicar el
derecho a elogiar. Por otra parte esperaba, y eso durante mucho tiempo y
hasta en épocas de transición que le permitieron abrir nuevas puertas a
los espectáculos más inesperados, que los que le siguieran no le
acusaran por usar, con una discreción conciente, en la presentación de
lo que él llamaba modestamente sus Maravillas , un lenguaje
que, en cualquier otra ocasión, le hubiese valido, no sólo los sarcasmos
de la muchedumbre, que con mucha frecuencia son necesarios para las
mentes de gran envergadura, sino también los sarcasmos de la élite, de
esa misma élite a la que con razón se jactaba de pertenecer, pero de la
cual muy a pesar suyo estaba obligado a renegar, como el profeta
renegado de su madre. Eso sucedía cada vez que una creación de índole
especial le forzaba a aislarse completamente y a situarse más allá del
bien y del mal, aunque sobre todo del bien. Tarea por lo demás de las
menos fáciles.
Lo que decía, lo que hacía, estaba
dicho y hecho con objeto de fascinar muy naturalmente a los más diversos
gustos. Poseía más que suficiente para complacer a los niños, a los
niños de verdad que suelen ser jueces temibles, y que también suelen
tener voz para complacer a los aficionados y coleccionistas de cromos e
incluso y sobre todo a esos niños mayores y falsos que son los artistas.
¡Ah! Es que el arte de ver y de decir lo que se ha visto,
anterior como todos saben a la invención de la poesía propiamente dicha,
había recorrido orgullosas distancias desde sus primeras tentativas. Y a
pesar de eso (y eso era una de las cosas que mas le entristecían)
siempre había gente dispuesta a reprocharle que sobrepasara el marco que
parecía haberle asignado su propia naturaleza, gente que se extrañaba
ante las hazañas realizadas y ante el sinfín de dificultades vencidas.
Por todo ello había adquirido una situación privilegiada de donde en
vano procuraba desalojarle sus antagonistas. Sus cualidades particulares
y el talento que iba perfeccionado sin cesar, le preservaban a bueno
seguro de las vicisitudes de la moda. El sistema que utilizaban tenía
unas ventajas ciertas e innegables. Era particularmente rápido y
respetaba con rigurosa fidelidad el carácter , y hasta lo que
en general es más difícil, el color de la inspiración original. Original
y no original; Hebdómeros desconfiaba de la originalidad tanto como de
la fantasía:
- No conviene excederse en galopar a lomos de la fantasía..., lo que conviene es descubrir, pues, descubriendo, hacemos posible la vida en el sentido de que la reconciliamos con su madre la Eternidad;
descubriendo pagamos nuestro tributo a ese minotauro que los hombres
llaman el Tiempo y que representan bajo el aspecto de un anciano alto y
enjuto, sentado con expresión absorta entre una guadaña y una clepsidra.
Una vez más, Hebdómeros se sintió
amarrado a las encrucijadas, mientras el suave chapotear del agua
chocaba con los bloques del muelle. Entonces le asaltaron la elocuencia y
una especie de nueva inspiración romántica, y, dirigiéndose a los
amigos que le acompañaban, habló así:
-Nada puede sustituir esta inefable dulzura,
resultado de veinte años de experiencias y constantes esfuerzos, ni
nada tampoco puede superar en poder evocador esa divina serenata en la
que se mezclan nuestra propia ignorancia, el gozo misterioso, el temblor
o mejor dicho los latidos del corazón a la luz de la luna, mientras los
rítmicos acordes de las guitarras caen una y otras vez como el agua que
cae en el agua. De nuestras disposiciones, de nuestras debilidades, de
las inconmensurables tensiones en que el arte que, al fin y al cabo, no
es más que una invención de los hombres, nos había sumido desde la
pubertad, los recuerdos, atenuados por el velo de los años, pasan con
un aleteo silencioso. Fuente fecunda de fracasos y decepciones, para
luchar contra tu ignorancia, oh poeta, sigue los sabios consejos de tu
musa; ahí la tienes, apoyada pensativa en ese fuste de columna por donde
se desliza el lagarto y trepa la hiedra...¡Oh flores de ternuras!
¡Tesoros! ¡Lamentos! ¿Estancias infinitas a las estrellas! ¡Aleteos!
¡Albadas de los segadores! ¡Encantadores interludios! ¡Ofrendas!
¡Fiestas de los benditos caseríos bajo el cielo azul! ¡Oh Pastorales!
¡Oh hojas que caen! ¡Escucha la lenta confesión del viejo violoncelo, oh
corazón que nunca cambiaste! ¡Acuérdate del beso de Eunice! ¡Acuérdate
del adiós de las rosas! ¡Escucha la canción del nido por el camino en
flor! ¿Oh sinfonía inacabada en esos eternos voglio amarti!
¡Cantos sin palabras quedamente murmurados! ¡Tristes ensueños!
¡Rememoraciones! ¡Recuerdos! ¡Oh noche estrellada! ¡Juanita! ¡Juanita!
¡Canta el agua y canta aún bajo los floridos parques de los hogares
polacos! ¡Olas del Ródano y olas del Rin! ¡Tristeza de las geografías, a
ratos grises, a ratos verdes, pero siempre azules cuando se abren los
lagos y se extienden los vastos mares! ¡Las falenas de la noche quemaron
sus alas en las lámparas de acetileno! ¡Las hojas del otoño, húmedas de
lluvia, cayeron girando sobre la podrida madera de los balcones de
nuestras villas! ¿Qué dicen tus ojos? ¿Siempre o jamas! ¿Abrid de par en
par las cancelas de vuestros jardines, amigos de corazón oprimido! Os
secundaremos en vuestras tareas; estudiaremos con vosotros,
fraternamente, amistosamente, cordialmente todas las propuestas que
querías hacernos.
No obstante, había que volverse a casa. Así
lo comprendió Hebdómeros y una gran tristeza le invadió el corazón. Las
transfirmaciones fatales reflejaban al infinito las más locas esperanzas
y las decisiones jerárquicas se instalaban triunfales, impresas en
caracteres negros y solemnes sobre la blancura del papel. Los propios
generales, los altos funcionarios y los altos dignatarios de rictus
obsceno bajo sus grasientos bigotes, se inclinaban con la falsedad de
una humillación protocolaria que no tenía más objetivo que salvar las
apariencias, apariencias por lo demás dudosas, de las que fácilmente
hubieran podido prescindir. Hebdómeros conocía el resto. Conocía tan
bien esas tardes interminables en el cuarto de las cartas geográficas
(lado jardín). Sin, después de comer se retiraban ahí a descansar,
digamos, pues hacía calor, un calor implacable desde las primeras horas
del día. Pero una vez ahí dentro, ¿dónde estaba el descanso? Sí, ¿dónde
se había metido, ese dios tan dulce, hermano del sueño? Nostalgias,
nostalgias sin fin, manos tendiéndose en la punta de los brazos fuera de
las ventanas cuyas blancas cortinas con diseños de extrema trivialidad,
se agitaban, un poco bajo el soplo intermitente de una cálida brisa
procedente de los campos, de esos campos que se extendían alternando,
todos iguales, salvo muy leves variaciones de color que no contaban
apenas en la monótona sinfonía de los grises, grises verdosos, ocres
grises, verdes, ocre, etc...Y encima, ¿por qué había que pararse de
repente? Y renunciar a las oportunidades y posibilidades de una empresa
por lo demás muy costosa pero que prometía gozos y descansos inesperados
e inolvidables aunque no fuera una empresa para descansar de lleno ,
como decía el propio Hebdómeros sonriendo irónico. Pero nadie da nada
por nada; dar por dar; en las puertas de las ciudades orientales, bajo
la apabullante cúpula del cielo rojizo, los traficantes disentéricos
gesticulaban en torno a las mercancías arrojadas entre el polvo caldeado
y sobre las que moscas de trompas tanatóforas, es decir portadoras de
muerte, se obstinan con el minúsculo zumbido de sus alitas iridiscentes,
aleteando a toda velocidad.
-Sí -decía Hebdómeros- el comercio, el
tráfico, los negocios, los trueques, los especulaciones, las
valoraciones, la confianza, el crédito, los beneficios, los negocios que
son los negocios, y luego, al anochecer, muertos de cansancio y con las
manos sucias por la vil moneda, ¿qué recibimos por toda recompensa? Un
puñado de dátiles podridos y un trago de agua tibia y emporcada por los
pájaros del cielo, bebida en una escudilla que apesta a madera
mojada...¡Pero la gran recompensa, esta noche eres tú, oh Cornelia! ¡Tú,
pastora de piernas ceñidas por cintas y con manos de madre! ¡Tú, sólida
gacela, tu madrecita de los Gracos! Aunque, en las calles sórdidas y
oscuras, la plebe enfurecida lapidara a tu hijo, oh conmovedora y
desnuda como un borriquillo sin albarda, el que haya adivinado el fulgor
de tu mirada se arrojará sólo contra la multitud delirante, monómaco
ante quien todo retrocede, y te traerá en sus brazos a tu hijo, un hijo
ensangrentado, pero a salvo, tu hijo desmayado pero vivo, a fin de ver,
después del milagro de tus lágrimas, como se deslizan esas perlas
primero despacio y luego más aprisa por tus mejillas tan bellas, para
caer en tus manos tan puras, ¡oh, Cornelia!
Volvió a camibar el ambiente. Se había extendido el
crepúsculo. Los sórdidos callejones, de donde subía el hedor de las
basuras en fermentación, se hallaba ya muy lejos; se acabaron las
matanzas. La madre de los Gracos había evolucionado, si es que vale
expresarse así...
Afligidos transeúntes, llevando sus niños de
la mano, regresaban a sus lares con esa vaga melancolía procurada por la
sensación de una dicha terminada, de una felicidad concluida.
Hebdómeros abrió de par en par su ventana al espectáculo de la vida, al
escenario del mundo. Con los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza
alta, como un navegante erguido en la proa del barco ante la aparición
de una tierra desconocida, esperó. Pero estaba obligado a esperar, pues
de momento todo se limitaba al sueño, e incluso al sueño en el
sueño. En el horizonte, el cielo se encendía por los últimos fulgores
del crepúsculo. Varias humaderas, rectas como columnas, subían y subían
sin cesar...Hebdómeros se dio vuelta en el lecho...
- ¿Qué hora es? -y siguió hablándose en voz alta-
¿Cuánto falta aún?...Pronto saldrá la luna y con ella el viento y las
estrellas...; las pulgas me devoran y la enteritis me retuerce las
entrañas. ¡Me he bebido las últimas de belladona y de beleño! ¿Qué debo
esperar? ¿En que he de seguir creyendo? Los dioses emigrados; las
alegrías juguetonas que se ocultaban detrás de los arbustos y desde ahí
te mandan señas para que te acerques, cosa que te guardarás muy mucho de
hacer, pues con que de dos pasos hacia ellas, ya se te ponen más lejos,
muchos más lejos, por desgracia...Los asesinos alejados de las
ciudades; la paz y la justicia reinando por doquier. ¡Y tú, a quien
vislumbre antes de mi sueño diurno; tú, visible para mí solo, tú cuya
mirada me habla de inmortalidad!
...Desconfiando como siempre se acercó con
precaución, guardando una mano en el bolsillo del pantalón y la otra
libre, dispuesta a parar el golpe. Algunos destacamentos de hoplitas
pasaban por su lado con cierta expresión obstinada y taciturna. Subían
cohetes al cielo pero sin ruido; todo ruido había muerto. Todo lo que
revista una dureza en el mundo; las piedras de la tierra, los huesos de
los hombres y de los animales, todo parecía haber desparecido para
siempre; una gran ola, grasienta e irresistible, de infinita ternura, lo
había sumergido todo y, en medio de ese nuevo Océano, la nave de
Hebdómeros flotaba inmóvil, con todas sus velas flojas. Pero
entonces, despacio, de manera enigmática, una nueva y extraña confianza
comenzó a renacer en su alma. Al principio tuvo miedo; hasta tembló,
como tiembla el anciano valetudinario en su sillón, sólo en el castillo
vacío, durante una noche de invierno, viendo que el pomo de la puerta se
abre lentamente, movido desde fuera por una mano misteriosa. Luego, de
golpe, barridos por un soplo irresistible, el miedo, la angustia, la
duda, la nostalgia, el descontento, las alertas, las desesperaciones,
los cansancios, las incertidumbres, las cobardías, las debilidades, los
ascos, la desconfianza, el odio, la ira, todo, todo despareció en una
formidable vorágine, detrás de aquellas tapias de ladrillo
semiderruidas, a cuyo alrededor crecían zarzas y ortigas como una
enfermedad tenaz. Olas cuyas glaucas profundidades tenían en su
superficie bordados de espuma irrumpieron al revés e inmensos rebaños de
cábalas salvajes, de cascos duros como el acero, desparecieron en un
desenfrenado galope, en un alud de grupas rozándose, chocando,
empujándose hasta el infinito...
Y una vez más volvió el desierto y la
noche. Todo dormía de nuevo, inmóvil y silencioso. De golpe Hebdómeros
vio que esa mujer tenía los ojos de su padre; y comprendió.
La mujer habló de inmortalidad, en la noche grande sin estrellas.
-...Oh Hebdómeros -dijo-, soy la
Inmortalidad. Los nombres poseen su género, o mejor dicho su sexo, como
ya dijiste una vez con mucha astucia, y los verbos por desgracia, se
declinan. ¿Jamás pensaste en mi muerte? ¿Jamás pensaste en la muerte de
mi muerte? ¿Alguna vez pensaste en mi vida ? Un día, oh hermano...
Pero ya no hablo más. Sentada en un fuste de
columna rota, la mujer le apoyó suavemente una mano en el hombro y, con
la otra, apretó la derecha del héroe. Hebdómeros, con el codo apoyado
en el vestigio y la barbilla en la mano, había dejado de pensar...Su
pensamiento ante la purísima brisa de la voz que acabada de oíir, cedió
lentamente y terminó abandonándose del todo. Se abandono al oleaje
acariciador de las palabras inolvidables y, a través de ese oleaje,
navegó hacia playas extrañas e ignotas. Navegó bajo la tibieza de un sol
que declina, sonriendo en su declieve a las soledades cerúleas...
Entretanto, entre el cielo y la vasta extensión de
los mares, islas verdes, islas maravillosas fueron pasando despacio,
como pasan los buques de una escuadra ante la nave almirante, mientras
largas teorías de aves sublimes, de inmaculada blancura, volaron
cantando.
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